Sí, es invierno y sigo en bicicleta

Este artículo fue escrito para la revista El Bicitante en marzo de 2014. No lo publicaron, de hecho la edición impresa de la revista está descontinuada, así que lo dejo por aquí*

Brrr
Brrr

El termómetro marca 1 grado centígrado a las 7 de la mañana y el sol se alza con pereza sobre Breslavia, la ciudad universitaria de Polonia. La luz en el exterior es azulosa y cae lluvia, nieve, lluvia con nieve, como canta el salsero Mon Rivera.

Es invierno, qué otra cosa se puede esperar en enero. Aunque este ha sido un invierno ‘cálido’ y atípico con temperaturas sobre cero: parece que el vórtice polar puso a tiritar a Estados Unidos con nuestro frío, el de Europa central.

La nieve se derrite en los tejados, el hielo se vuelve agua en el pavimento. Hay días en que el cielo permanece cubierto de nubes y si el sol aparece detrás de esa cortina blanca, lo hace con un destello amarillo: son ocho horas de una Breslavia oscura como Bogotá nublada a las 4 de la tarde. Otros días, un sol de ‘mentiras’ brilla sobre un cielo azul y no calienta.

Mientras tanto la ‘bici’, muy reservada, guarda un secreto en este paisaje de árboles desnudos y personas envueltas en bufandas, gorros y chaquetas: sobre ella el invierno puede ser más cálido. Mejor que pocos sepan, así las ciclorrutas están más desocupadas, ¿verdad, bici?

Nuestro primer invierno

Era una tortura en bicicleta. Por mi trabajo, y porque así lo quise, acompañaba a una persona a un ciclopaseo en el parque Victoria, muy cerca del estadio olímpico, en el este de Londres.

Diez personas con algún tipo de discapacidad –cognitiva, visual o motora- y ciclistas voluntarios paseábamos en un descoordinado desfile de tándems, triciclos, bicicletas reclinadas y ciclas de montaña prestadas. S., el hombre mudo al que yo ayudaba, era el más veloz y enérgico del grupo: se adelantaba y desde la distancia respondía a nuestro “espéranos” con su “sí”, un gruñido.

El viento se colaba por el cuello, las mangas y los zapatos, pedaleábamos diez minutos y parábamos al completar el circuito de 3 kilómetros del parque. Repetíamos el ciclo durante dos horas, a una temperatura de 2 grados, bajo la sombra, cada dos sábados.

Ese diciembre de 2012, un hombre en una revista londinense de bicicletas aseguraba que con la cicla “prendía una calefacción bajo su saco”. ¿Por qué la mía no servía? Las puntas de los pies se me congelaban y solo recobraba la sensibilidad en los dedos después de beber una taza de té caliente en la cafetería del parque. Y el resto de las tardes de los sábados, de regreso en mi habitación con calefacción y bajo las cobijas, me sentía destemplada cuello abajo.

Con ese frío, y porque no me sentía segura en las vías, enclaustré a la bicicleta, excepto para las salidas de los sábados. Pobre bici. En abril, por fin liberadas de nuestro encierro , me registré por internet para un paseo en cicla: asistimos nueve personas y tres instructores. La ruta duró cerca de cuatro horas y nos fue revelado parte del secreto invernal para pedalear: el frío no es el problema, es la ropa.

¡Qué calor!

La bicicleta viajó empacada en una caja de fideos chinos dentro de una camioneta hasta Polonia, y yo viajé en bus. Desde septiembre vivimos en Sepólno, un barrio construido para las familias obreras alemanas en la Breslau –Breslavia cuando era alemana- de los años 20. Sępólno no sufrió daños después de la Segunda Guerra Mundial y a menos de 500 metros de nuestro edificio una escuela primaria hoy fue antes de 1945 un campo de concentración para que las mujeres trabajaran.

Sępólno tiene el diseño de un águila –símbolo del Nacionalismo alemán, o símbolo de la provincia de Breslavia, Silesia, no es claro- y está en medio de una isla. De lunes a viernes, la ‘bici’ y yo salimos de la isla hacia la escuela, el banco, la compañía informática en donde doy clases de español; o sino a la tienda. Son más de 60 kilómetros a la semana en ciclorrutas y calles con y sin señales para las ciclas: pedaleamos en una ciudad renovada que fue destruida a la mitad en el centro, y en un 90 por ciento en el sur y en el occidente durante la Segunda Guerra.

“¿Y tú en este frío todavía montas bicicleta?”, dicen sorprendidas algunas compañeras de trabajo. No solo soy yo: otro profesor, la secretaria y algunos estudiantes seguimos fieles a ella. ¿Si dos ciclistas y viajeros sobrevivieron al frío de 47 grados bajo cero de Groenlandia, en 1992, por qué yo no podría pedalear a -5 ó -10 en Polonia?

Claro, está el problema del hielo, o de pedalear en una tormenta de nieve. A eso estoy por enfrentarme ahora. Dicen en algunos foros de internet que es más fácil caerse como peatón en el hielo que en bicicleta. Y dicen, con razón, que el verdadero reto del invierno es el sudor: hace mucho calor en bicicleta después de 20 minutos a un ritmo apresurado. Por eso aconsejan no ir muy rápido, quitarse capas en mitad del viaje y usar ropa transpirable para que el sudor congelado no enferme.

Mi récord de frío en bicicleta está en -5 y espero seguir transportándome en ella aunque caiga agua-nieve y la tierra se congele. Hace dos semanas, en las mañanas encuentro un trancón de automóviles y buses de 1,5 kilómetros porque están reparando el pavimento en la calle Skłodowska-Curie, por primera vez después de la Segunda Guerra. Esa es la única vía que conecta directamente la isla con mis destinos, además por los desvíos de la obra alargaron las rutas de tranvía y los buses van tan llenos como TransMilenio. Entonces, ¿cuál es la única opción? Pues, sí, tú, bici.

No me detuvieron los vientos gélidos y huracanados de 60 kilómetros por hora en diciembre. Quiero seguir admirando las calles desocupadas cubiertas de escarcha en la noche, y aventurarme a ‘jugar’ en la nieve. En enero pasado el frío me deprimió. En este necesito despercudirme la tristeza del invierno y la pérdida de mi mamá. ¡Vamos, bici!

 La revista finalmente publicó el artículo en diciembre de 2014. Aquí hay una copia de la nota impresa. 

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